La historia enseña que en las
transiciones de un modo de producción hacia otro siempre existen
elementos que de algún modo preparan o anuncian la sociedad futura,
y viceversa: elementos de la vieja sociedad sobrevivirán en la
nueva por mucho tiempo.
En esto pensaba cuando hace un par de
días leía un texto periodístico de Laurie Woolever aparecido
originalmente en The New York Times, donde comenta que en
Nueva York “los trueques de comida casera están en alza”. La
reportera Woolever muestra -sin proponérselo- a gentes de la capital
del mundo capitalista y de otros lugares del Imperio asumiendo una
lógica contraria a los valores predominantes en el sistema. Pequeños
grupos de personas, superando el individualismo, acuerdan sistemas
colectivos de cocina para proveerse de alimentos preparados en casa,
mediante trueque. “El objetivo es reducir el tiempo empleado en la
cocina y, a la vez, aumentar la calidad y variedad de lo que se
come.”
Mientras el sistema, por medio de su
hegemonía cultural, les dicta el individualismo como uno de sus
valores supremos, estas personas se dan cuenta que les va mejor
juntándose con otros. Mediante sistemas colectivos de cocina no sólo
ahorran dinero sino sobre todo tiempo. Y descubren que la felicidad
no consiste en consumir y gastar dinero al infinito -como les dice el
sistema-, en este caso comiendo fuera en restaurantes, sino en cosas
tan sencillas como intercambiar en trueque con otros comida preparada
por nosotros, y en el contacto y amistad con nuestros compañeros de
cocina colectiva.
Estos pequeños gestores de cocina
colectiva se dan cuenta, en la práctica, que el capitalismo no es
tan “racional” como continuamente éste se auto-ufana. Comprueban
que el individualismo no es lo mejor y más racional a la hora de
cocinar y alimentarse. Y esta gente, en particular las mujeres,
consigue -así fuera mínimamente- liberarse de las cadenas de
esclavitud que el sistema les ofrece como vida. Las mujeres conocen
mejor que nadie que bajo el capitalismo cocinar en el hogar es una
labor esclavizante: como tal no se retribuye, ni está considerado un
trabajo. Consume mucho tiempo pero nadie les paga.
Entonces, en las propias entrañas del
Imperio y del capitalismo parasitario y decadente, presenciamos que
surgen elementos socialistas, que quizás no imaginaríamos, como en
este caso una nueva cocina más racional y humanista.
No podemos saber cómo será la nueva
cocina socialista, más allá que seguramente existirá bajo una
diversidad de formas, pero sí tenemos alguna idea sobre cómo
funcionaba en la antigua Alemania socialista, a mediados de los 60's.
Dos viajeros y estudiosos argentinos,
Cuzzani y Bauer, durante su visita a la cooperativa agraria y
ganadera de Semlow en un pueblo en Mecklemburgo -hacia 1967-,
encontraron que la preparación de comidas para los cooperativistas
se realizaba en cuatro cocinas, en el antiguo palacete de los condes
Von Behr Negendank, donde había también un restaurante con
autoservicio. “La comida se distribuye mediante automotores por el
campo para los que no pueden o quieren interrumpir el trabajo. Este
sistema libera a las mujeres de las tareas de cocina, de manera que
pueden trabajar con sus maridos y ganar dinero. Y las que trabajan en
las cocinas de la cooperativa, también ganan dinero por desempeñar
una función pública y productiva.” (pág. 109)
Tal era la realidad del socialismo en
la República Democrática Alemana (1949-1990); el mero hecho de su
satanización en el mundo capitalista es quizá la mejor prueba de
que no todo fue un “fracaso” en la antigua Alemania socialista. Y
el artículo de Woolever sugiere -sin querer- por el contrario el
fracaso absoluto del capitalismo, también en la cocina, y por tanto
la necesidad de superarlo.
REFERENCIAS:
Laurie Woolever, “Cómo preparar un
plato, pero comer muchos más”, La Nación, Buenos Aires,
junio 30 de 2010, sección 4, pág. 10.
Agustín Cuzzani y Alfredo Bauer,
Milagro al Este, Buenos Aires, Editorial Cícero, 1967.